viernes, 24 de octubre de 2025

El misterio del convento de San Benito de Corella

El bochorno de ese junio de 1975 no era un calor cualquiera, venía con una agenda propia, parecía que el mismísimo infierno había decidido montar su sucursal de verano allí, directamente lo asaba a fuego lento, y decidido a fastidiar hasta el último rincón del Convento de San Benito. Pero nadie podría detener a Fermín "El Zambombillo" y a Luis "El Monresa" en su ultima encomienda  a resguardo de sus amplios muros. En la iglesia, donde el aire prometía tregua, se dirigían con la solemnidad de un exorcismo fallido hacia un lateral de la capilla, el coro bajo. Las obras de remodelación, para albergar al futuro Museo de la Encarnación, habían sido bendecidas por el Ayuntamiento, el mismísimo José Luis de Arrese y hasta el Príncipe de Viana, pero habían tropezado con una pared. Un muro que, para ser sinceros, nadie recordaba para qué servía, pero ahí estaba, guardando quizás algún secreto milenario o, más probablemente, nada. Nuestros ínclitos vecinos e intrépidos héroes, armados con sus contundentes mazas, avanzaban prestos a la aventura, con la certeza de que iban a desvelar, al menos, el misterio a base de golpes. Si ese muro guardaba secretos, no serían por mucho tiempo.

"¡Esa pared tiene los días contados! Aquí no queda otra que darle un zurriagazo," sentenció Luis "El Monresa", con la autoridad de un general. Fermín "El Zambombillo", que siempre fue de maza fácil, no esperó ni a que su amigo terminara la frase. Con esa puntería suya, ya estaba arremetiendo sin piedad con la escotilla  piqueta. El eco retumbó en la Iglesia, que antes parecía solo un nave vacía y ahora era el escenario de una demolición improvisada.

El primer golpe fue un aviso; el segundo, ¡una obra de arte!. Fermín, con los ojos inyectados en la adrenalina de la picardía, dio un brinco hacia atrás, pálido como la cera. ¡Un boquete!, ¡Un bujero!. Y no uno cualquiera, sino uno que se había abierto sin el más mínimo esfuerzo, como si la pared estuviera hecha de yeso. La maza de Fermín parecía haber atravesado una ilusión óptica, no un muro.

¡Trae los mixtos, Luis, pero ya!, gritó Fermín, con la voz temblorosa y un hilo de sudor frío bajándole por la sien. ¡Que traiga qué, Fermín!, respondió Luis desconcertado. ¡Pero si casi no vemos ni la maza con la polvareda! ¡los mixtos, cojotíos, las jodidas cerillas! ¡Que esa no es una pared normal!, insistió Fermín, con los ojos como platos, fijos en la negrura del "bujero".

Luis, entre confundido y contagiado por el pánico escénico de Fermín, rebuscó en su bolsillo. Sacó las cerillas, una cajetilla que había visto más batallas que él, y las encendió con un chasquido. La pequeña llama bailó en la oscuridad, proyectando sombras fantasmagóricas sobre la cara de Fermín. Y al iluminar el agujero, la mente de Fermín, siempre tan práctica para la obra, solo pudo pensar en una cosa: ¡un tesoro oculto! Oro, doblones de a ocho, joyas centenarias,… ¡la jubilación anticipada!.

-Pero la vida, como los tabiques, a veces esconde sorpresas menos agradables-.

¡Cojotios!, gritó Fermín, dando un salto que casi le hace chocar con el techo. La llama del mechero tembló en su mano. ¡Un pie! ¡Hay un pie ahí dentro, Luis!.

Luis "El Monresa", con la paciencia de un santo que ha perdido la fe, se acercó con cautela, asomando la cabeza. El polvo se asentaba lentamente, revelando la silueta. ¡Deja ver, hombre!, dijo con un tono que no denotaba ni un ápice de sorpresa. Y al segundo, con una calma que daba escalofríos y que contrastaba con el ataque de histeria de Fermín, soltó, "Un pie no, dos! ¡Y tienen pinta de estar pegados a algo más grande!. ¡Creo que está mas seco que una "testaraña"!

El silencio se hizo denso en la habitación, solo roto por el goteo de sudor de la frente de Fermín. La posibilidad de un tesoro se esfumó tan rápido como el humo del cigarrillo de Luis. La aventura de demoler una simple pared se había transformado, de golpe y porrazo, en un descubrimiento digno de un capítulo de una sorprendente historia. ¿Quién necesita películas o unas obras de teatro cuando tienes a Luis y Fermín con una maza? La pregunta ahora no era qué hacer con ese "bujero" en la pared, sino qué diablos hacer con los inquilinos inesperados. Y, más importante, ¿A quién había que avisar?, ¿a la Guardia Civil?, ¿al médico?, ¿ A la Fermina?, ¿al alcalde?.

La noticia, de trascendencia nacional, discurrió como un torrente incontrolable: el hallazgo de un difunto de sexo masculino entre los antiguos muros de un convento de clausura femenino. Las habladurías y los infundios se propagaron con la celeridad que solo la imaginación popular es capaz de engendrar, tejiendo un velo de especulaciones y sospechas sobre aquel sacro recinto.

Sin embargo, los legajos y documentos que yacían junto al ataúd, en aquel sanctasanctórum de ladrillo y silencio, pusieron de manifiesto la identidad del finado. Lo verdaderamente singular, más allá de la extraña ubicación del cuerpo, fue la disposición del lecho final: la caja de madera había sido colocada boca abajo. Cuentan los testigos que, ante la incapacidad de distinguir el cielo del averno en aquel féretro de humildes formas, se produjo un lamentable error. El difunto, al ser descubierto, no miraba hacia la promesa de la salvación, sino que su rostro, con las facciones magulladas por el peso y la desorientación, se orientaba hacia las profundidades de la tierra, como un último y trágico presagio.

Allá por el siglo XVI, el enfrentamiento entre las dos casas nobiliarias cuya tradicional rivalidad se enmarcaba en la división entre la montaña y el llano, los Agramonteses en el llano y los Beaumonteses en la Navarra Pirenaica, era mas de dimes y diretes que de espadas, gracias a ello Corella vivía una época de esplendor y de paz reinando Felipe III el Piadoso, el cual aumento enormemente la fundación de monasterios. Ya Navarra formaba parte de la Corona de Castilla  y Corella se convirtió en puerta de entrada de mercados, aumentó el asentamiento de la población y el establecimiento de una burguesía en nuestra ciudad barroca.

¡Vaya mezcla explosiva para fundar un monasterio! Si uno se imagina a los fundadores de estas instituciones, piensa en santos, ermitaños, o almas piadosas, pues en el caso del Monasterio de la Encarnación, la cosa fue un poco más.... peculiar.

Tenemos, por un lado, a D. Pedro de Baigorri, un militar tan fogoso y turbulento que uno se lo imagina más en una taberna montando un jaleo que rezando un rosario. Nació en Corella en 1593, hijo de D. Miguel de Baigorri y de Gracia Ruiz, esta criada de la casa y a su vez viuda de un Corellano llamado Pedro Martinez, que al quedar viudo D. Miguel de Baigorri casó con el en 1596. Tuvo una hermana llamada Maria y otros dos hermanos, Miguel y Juan. Mas tarde, huérfano de padre trató de buscar acomodo y como pocos cuadraban a su carácter mejor que el oficio militar, a el encamino su vida.

Y luego, para equilibrar la balanza, aparece Dña. Luisa Álvarez del Castillo y Osorio, nacida en 1610,  una mística dama de Toledo, que acababa de enviudar de su segundo marido, D. Bartolomé López de Cáseda, natural de Sanguesa, que fue secretario de su majestad Felipe IV. Dña. Luisa que no tenia hijos, decidió dedicar su vida y su fortuna, a fundar un convento de monjas benedictinas en el cual profesaría, y sabiendo que en Corella había uno recién construido, se puso en contacto con los sobrinos y patronos a los cuales D. Pedro de Baigorri había encomendado la construcción.

A saber, en 1614 y después de ceder todos sus bienes a su madre, sale camino de Nápoles a la búsqueda de aventuras y tutelado por su tío D. Jerónimo de Baigorri, capitán de los tercios de España, como casi todas las cosas en este mundo tienen arreglo, Pedro Martinez y Ruiz fue modificando su partida de nacimiento hasta convertirse en D. Pedro de Baigorri y Ruiz, futuro Caballero de Santiago, Sargento Mayor, y Mariscal de Campo. Parece ser que los instructores de la nobilísima orden militar aceptaron la partida de nacimiento cómo valida, siendo que faltaban algunas firmas en dicha partida. En 1650, fue admitido como Caballero de la Orden de Santiago por real merced de Felipe IV, tras cumplir con las pruebas de nobleza exigidas.
 
Su vida es un tapiz tejido con el fragor de la batalla, luchó en todas las contiendas que en su tiempo hubo, Milán, Normandía, en las llanuras de Flandes y Alsacia y en Alemania, con gran estima por parte de sus generales. Regresó a Corella con 39 años con la banda de capitán, y aquí levanto una compañía propia con mas de setenta  cinco soldados que le siguieron y participaron en la batalla de Nordlingen en 1634, esta ciudad situada al sur de Alemania en el estado de Baviera, donde los ejércitos españoles e imperiales comandados por el Infante Fernando de España y Fernando III de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano se impusieron al ejercito Sueco y Alemán. Participo en el sitio de Fuenterrabia en 1638 donde fue hecho prisionero, siendo mas tarde canjeado.

-Gobernador de Buenos Aires: Una Gestión entre la Justicia y la Traición-

Buenos Aires, 1651 - La Real Cédula del 23 de octubre de 1651 designó a D. Pedro de Baigorri como nuevo gobernador de Buenos Aires, un nombramiento que lo pondría a prueba ante desafíos sanitarios, militares y de ética personal. Sucediendo a D. Jacinto de Lariz, Baigorri no tardó en ganarse la simpatía de la población al enjuiciar y condenar a su predecesor por "abusos y desaciertos" administrativos. Este primer acto, firme y justo, sentó las bases de una gestión que, con el tiempo, revelaría sus contradicciones.

-Plagas, Guerras y Alianzas Inesperadas-

Apenas cuatro meses después de asumir el mando, Baigorri se enfrentó a una devastadora plaga que había cobrado más de 1.500 vidas. En una carta al rey, el gobernador destacó la labor del obispo, Monseñor de la Mancha y Velazco, asegurando que "ningún alma había muerto sin sacramentos", un testimonio de su excelente relación con la jerarquía eclesiástica.

Su mayor desafío, sin embargo, llegó con el intento de invasión francesa. En una audaz maniobra, la escuadra de Luis XIV, al mando de Timoteo de Osmat, Señor de la Fontaine, intentó tomar el puerto de Buenos Aires. Baigorri, que había cultivado una buena relación con las tribus nativas, convocó a los guaraníes reunidos por los jesuitas para que se unieran a las tropas españolas. La respuesta fue una muestra de "gran obediencia y fidelidad", una actitud que los historiadores califican de extraña en la época, y que resultó clave para la defensa. El asedio duró ocho meses, y solo la pérdida de su nave capitana y la muerte del Señor de la Fontaine, obligaron a los invasores a retirarse. Baigorri también actuó con determinación para auxiliar a la ciudad de Santa Fe, amenazada por los calchaquíes, enviando un contingente de guaraníes y españoles que lograron repeler la invasión. En una carta datada en 1657 al Consejo de Indias muestra la satisfacción que la victoria le produjo - "en estas mis provincias, a Dios gracias, viven en paz después q. sujeté y castigué a los indios rebeldes llamados calchaquies" 

-La Caída del Héroe: De la Gloria a la Deshonra-

A pesar de sus victorias militares y su aparente compromiso con la justicia, el mandato de Baigorri no estuvo exento de controversia. El gobernador, quien había defendido las ciudades de su jurisdicción con tanto ahínco, no dudó en infringir las leyes que él mismo debía hacer cumplir. Las desventuras empiezan cuando en 1658 cuatro navíos holandeses bautizados como "El Alcón dorado", "Estrella de los mares", "Santa Maria" y "Esperanza", llegaron al puerto de Buenos Aires huyendo de una escuadra inglesa que pirateaba en alta mar.  Se le acusó de permitir el comercio ilegal con estas naves holandesas, un delito grave en la época, y de defraudar las arcas reales. El cargo más serio, no obstante, fue el de alta traición.

Estaba ya por entonces D. Pedro de Baigorri"en continua enfermedad y particularmente cuando estos nabios estuvieron en el puerto, estuvo a la muerte y sacramentado, no paseaba por las calles y nunca llego a su noticia que hubiese tales tiendas"

En 1660, dos años después, la justicia real actuó con contundencia. Baigorri fue destituido de su cargo  acusado de defraudar a la Hacienda Real, enriquecimiento indebido, contrabando de metales preciosos y traición. Su hacienda fue embargada y él mismo fue encarcelado, poniendo un abrupto y deshonroso final a una gestión que comenzó con promesas de integridad y terminó en el oprobio. La historia de D. Pedro de Baigorri, entonces, se lee como un relato de poder, virtud, y la caída inevitable de un hombre que no pudo resistir las tentaciones de la corrupción. 

Hay que entender que Buenos Aires era un punto ciego en el vasto imperio español, una ciudad nacida en el exilio del comercio. Lejos de todo puerto vibrante, sus habitantes vivían en una escasez perpetua, incapaces de forjar lo que necesitaban para una vida digna. España, con su mirada fija en el codiciado Pacífico, negaba a la aldea hasta el aire del progreso. Apenas dos navíos al año, y a veces ninguno, osaban romper su aislamiento. Así, entre la negligencia imperial y la necesidad apremiante, los porteños aprendieron a bailar en la sombra de la ley, encontrando en el contrabando brasileño el salvavidas que el destino y la corona les habían arrebatado.

-La Odisea Judicial de Pedro de Baigorri, Absuelto en Madrid, Perseguido en América-

El rey, en un intento por esclarecer las graves acusaciones contra el gobernador Pedro Baigorri, envió al licenciado Manuel Muñoz de Cuellar, futuro fiscal de la Real Audiencia de Chile. La misión de Muñoz fue crucial: descubrió que los cargos contra Baigorri eran infundados y producto de una feroz rivalidad. Su exhaustiva investigación no solo demostró la inocencia del gobernador, sino que también dejó en evidencia los verdaderos móviles detrás de la emulación.

El informe de Muñoz de Cuellar fue tan contundente que el Real Consejo de Indias no dudó en dar un espaldarazo a la gestión de Baigorri, aprobando con "agradecimiento" los aciertos de su gobierno. Sin embargo, esta victoria legal no fue suficiente para silenciar a sus enemigos. A pesar de haber sido absuelto en Madrid, Baigorri fue arrestado una vez más. Si bien logró salir rápidamente de prisión, sus adversarios se las ingeniaron para prolongar su "purga", sometiéndolo a un largo y extenuante proceso.

Esta "feroz batalla moral" lo acompañó hasta el final de sus días. D. Pedro de Baigorri falleció el 13 de Octubre de 1669, a los 76 años de edad, triste y solitario con el único consuelo de los Padres Jesuitas  en cuya iglesia fue enterrado. En su testamento, dejó claro su legado póstumo: su heredero universal fue el convento de la Encarnación de Santa Teresa, que él mismo mandó fundar en su tierra natal. El resto de sus bienes, valorados en 3.390 pesos, fueron subastados entre los vecinos de Buenos Aires, poniendo un punto final a la vida de un hombre marcado por la intriga y la persecución. Cómo interpretar la figura de estos hombres de armas, llegando a una ciudad con poderes tan amplios que le permitían desde hacer la vista gorda a un desembarco de dudosa procedencia, sentenciar a muerte o sacar con soldados a un clérigo de su convento.

-Un convento para Corella: la visión de Pedro de Baigorri en 1659-

Corella, 1659. En una época marcada por la devoción, la ciudad albergaba ya a los Padres Carmelitas y a los Padres Mercedarios, pero carecía de un espacio para que las mujeres locales pudieran profesar su fe. Fue entonces cuando D. Pedro de Baigorri, emergió con una visión singular. En la cumbre de su influencia, Baigorri tomó la iniciativa de llenar este vacío, impulsando la creación de un nuevo convento. Consciente de la necesidad de un lugar donde las hijas de Corella pudieran dedicarse a la vida religiosa, Baigorri se puso en contacto con dos sacerdotes de la ciudad y parientes suyos, D. Francisco y D. Juan González Virto. Juntos, comenzaron a levantar los cimientos de lo que sería el futuro Convento de la Encarnación, un hito que no solo respondería a una necesidad espiritual, sino que también dejaría una huella perdurable en el patrimonio de la ciudad.

Con fecha 13 de febrero de 1660, los presbíteros D. Francisco y D. Juan González Virto presentaron una solicitud formal ante el Ayuntamiento de Corella. En el documento, se informó de la recepción de 16.000 reales de a ocho, destinados a la fundación de un convento para monjas. Dado que la orden religiosa específica no había sido determinada, se requería autorización para iniciar las obras en el emplazamiento elegido por el fundador, el cual era considerado "el más conveniente, bueno, apropiado y saludable". El 14 de febrero de 1660, el Ayuntamiento concedió la autorización solicitada. La obra fue realizada por el arquitecto Pedro de Argos entre 1660 y 1664. Paralelamente, los sacerdotes habían concluido las gestiones para la adquisición de los terrenos. El 15 de febrero de 1660 se formalizó la escritura de compra con Juan Sánchez de Hurtaza, mediante la cual se adquirió "una guerta cerrada con puerta  llabe sita en la endrecera de la calle de la puerta del sol de esta ciudad que ace frente al Rio Cañete junto a la puente que llaman Marina de dos robos  tres cuartaales de tierra con sus pies de olibos, algunos arboles frutiferos  una noria con sus adreços de madera y arcos de piedra, sus cerraciones y demás edificios".

Mientras el destino tejía su oscura trama, la tragedia se abatía sobre D. Pedro de Baigorri a orillas del caudaloso Río de la Plata. La esperanza de su inminente regreso, de poder al fin acabar sus días en el sosiego de la casa que había erigido junto al convento en el camino de Alifor, se desvanecía como un sueño roto. Lejos de allí, en Corella, el edificio que con tanta ilusión había soñado y levantado, yacía en silencio. Tras seis años de ausencia y silencio sepulcral por parte del gobernador, el patrono D. Juan de Luna y el mandatario D. Juan González se vieron obligados a tomar las riendas. Con solemnidad, sometieron la elección de la orden religiosa al sabio juicio del Obispo de Tarazona, sellando así el destino de aquel legado en la tierra que Baigorri nunca volvería a pisar.

A la par, en la bulliciosa Calle Dos Amigos de Madrid, una nueva historia comenzaba a tejerse a espaldas del convento de las Madres Capuchinas.

Allí vivía Dña. María Luisa Álvarez del Castillo y Osorio, una mujer que, tras la muerte de sus dos maridos, D. Juan de Guevara y el secretario de Su Majestad D. Bartolomé López de Cáseda, decidió dar un nuevo rumbo a su vida. Sin descendencia y dueña de una considerable fortuna, optó por dedicarla a la fe, fundando un convento de monjas benedictinas en el que ella misma profesaría.
Cuando le llegaron noticias de que en Corella se había construido un convento nuevo, D. María Luisa no dudó en contactar con el patrono D. Juan de Luna y Olando, casado con una sobrina del fundador, y D. Juan González Virto. Ellos, viendo la oportunidad, se pusieron inmediatamente en contacto con el obispo D. Miguel de Escartín, quien casualmente también pertenecía a la Orden Benedictina.
El destino parecía estar de su lado. Con sus velos de luto aún frescos, Dña. María Luisa viajó a Corella acompañada por Fray Manuel de Porras, de Nájera, monje benedictino, superior de su orden y capellán de San Plácido de Madrid, para sellar el acuerdo. Finalmente, el 17 de septiembre de 1669, la escritura de fundación se firmó, uniendo para siempre la vida de Dña. María Luisa con el legado de aquel convento.

A partir de ese momento, la fundación del convento se formalizó mediante dos escrituras clave, que detallaban los acuerdos y obligaciones de todas las partes involucradas.
En la primera escritura, el edificio fue cedido a la Orden Benedictina. Sin embargo, se garantizó que el patronazgo del convento y el derecho de entierro se mantuvieran en la familia de D. Pedro de Baigorri. Se hizo una excepción con D. Bartolomé López de Cáseda, quien también tenía permiso para ser enterrado en la capilla o dentro del convento. Además, se estipuló que el aposento con la tribuna con vistas a la capilla mayor siempre estaría reservado para los patrones, con su propia entrada y salida independiente.

La segunda escritura se centró en los derechos y responsabilidades de la ciudad de Corella y las provisiones para sus habitantes. El acuerdo establecía que se reservarían dotes para las hijas de Corella. Para apoyar al convento, el Ayuntamiento se comprometió a aportar cien ducados a once reales de plata al año durante un periodo de diez años. De igual manera, el Cabildo de las dos iglesias parroquiales ofreció cincuenta robos de trigo anuales por la misma década. El obispo aprobó ambas escrituras tan solo dos días después de su firma. Sin embargo, no fue hasta el 29 de abril de 1670 que el Consejo Real de Navarra les dio su aprobación final, sellando así el futuro del convento.

- La llegada a Corella -

Días después, el convento de San Plácido de Madrid se vació de un eco de pasos femeninos. Doña Luisa, acompañada de dos jóvenes doncellas y cuatro monjas, emprendía un viaje hacia Corella. Entre las novicias que caminaban a su lado estaba Andrea de San Juan, sobrina de fray Manuel de Porras. Apenas una muchacha, con solo 18 años, su vida encontraría un final prematuro en el nuevo monasterio, un 8 de diciembre de 1676, convirtiéndose en la primera en morir en aquella comunidad. Junto a ella iba sor Juana de la Cruz, hija del Maestre de Campo de los Reales EjércitosD. Juan Francisco Sanz Vázquez y de Dña. María de Quijano, una joven de linaje que también dejaba atrás el mundo.


Pero la llegada más notable era la de la mismísima abadesa perpetua de San Plácido, Sor Paula Manuela de la Ascensión. Con una humildad asombrosa, esta monja benedictina había renunciado a su prelatura ante notario, eligiendo el camino más sencillo para ganar el cielo. Quería ser una simple monja más en la nueva comunidad. Su fe era tan profunda que veinte años después moriría rodeada del aura de una santa, dejando un legado de devoción.

- El nacimiento de un monasterio -

La recién llegada comunidad se refugió primero en el hogar de D. Diego de Peralta y Beaumont, las monjas pasaron tres días allí, un breve preludio a lo que vendría después. La providencia tenía una fecha marcada: el 6 de mayo de 1670. A las diez de la mañana, el silencio se rompió con el inicio de una misa solemne en la iglesia del convento. El Vicario D. Jerónimo de Asiain ofició el rito, mientras que Fray Bernardo de Estúñiga, predicador real y abad de San Zoilo en Carrión de los Condes, llenó el aire con sus palabras. Aquel día, el nuevo monasterio benedictino cobraba vida.

Y en el corazón de aquella historia se encontraba Dña. Luisa. Su vida fue un faro de devoción y ejemplo para su comunidad. Gobernó el convento de Corella en repetidas ocasiones, guiando a sus hermanas con sabiduría. Finalmente, el 7 de enero de 1696, a la avanzada edad de ochenta y cinco años, encontró la paz en el mismo lugar que había ayudado a fundar. El convento prosperó siendo el monasterio de iniciación de muchas de las jóvenes de las familias más aristocráticas de la villa que profesarían en él.

- El testamento de D. Pedro de Baigorri y Ruiz -

Era el octavo día del mes de mayo del año de 1671, apenas un año después de la solemne fundación del convento, cuando la villa de Corella fue sacudida por una noticia de gran peso: la muerte de D. Pedro de Baigorri. Junto con el anuncio de su deceso, llegó también el contenido de su última voluntad. Dos días más tarde, en el convento, se celebraron los solemnes funerales, acompañados del rezo divino, para honrar la memoria del difunto.

El testamento de Baigorri contenía dos cláusulas cruciales. En la primera, nombraba a D. Juan de Luna como patrono del convento de religiosas de Santa Teresa. Pero fue la segunda la que desató la controversia: declaraba al Convento de la Encarnación de las monjas de Santa Teresa como heredero universal de todos sus bienes. Como veréis nombra a las Carmelitas herederas, así que se apresuraron a plantear el asunto a la Curia Diocesana, ya que no hubo mala fe, las madres Carmelitas no presentaron reclamación alguna y la justicia, tras sopesar los hechos, declaró a la fundación benedictina como la legítima heredera de los bienes que habían sido embargados a causa de la disputa.

La rueda de la justicia, como suele ser, giraba con lentitud. Hubieron de pasar veinte largos años antes de que se intentara de nuevo el levantamiento del embargo. Fue Mosén Antonio Gastón y Baigorri, vicario de Ejea de los Caballeros y sobrino-nieto del gobernador, quien se embarcó en esta ardua tarea. Sin embargo, su esfuerzo fue en vano. La respuesta fue lapidaria: "los herencios de la comunidad se secuestraron por su Majestad, así no quedaron bienes algunos para ella".

Afortunadamente, el convento no carecía de recursos. Su riqueza era notable desde sus primeros días, cimentada sobre una base de generosos donativos, las dotes de las novicias y el considerable capital aportado por su fundadora, Dña. Luisa Álvarez del Castillo y Osorio. Además, las rentas anuales de esta última ascendían a la considerable suma de mil ducados, asegurando que, a pesar de las disputas legales, la comunidad pudiera prosperar.

Desde el mirador más elevado de Corella la bella, un apodo que evoca su pasado grandioso, la vista se pierde en el horizonte, pero la mirada se detiene en un punto específico: el monasterio de monjas benedictinas de San Benito. En este lugar, sobre un altozano que parece suspenderse entre el cielo y la tierra, la historia y la fe se han anclado durante siglos.

La fundación de este cenobio, originalmente bajo la advocación de la Encarnación, marca el inicio de una crónica de fe, devoción y, sobre todo, una quietud que desafía el paso del tiempo. Aislado del bullicio del mundo, el monasterio de San Benito no es solo una construcción de piedra, sino un testigo silencioso de la vida contemplativa que sus habitantes han elegido.

El aire que se respira en este lugar parece distinto, cargado de la solemnidad de las oraciones que resuenan en sus muros y del eco de las campanas que marcan el ritmo de una vida dedicada al silencio y la reflexión. Este rincón de Corella, lejos de ser un simple monumento, es un corazón que sigue latiendo con la fuerza de una tradición ancestral, un recordatorio de que, incluso en un mundo de constante movimiento, hay espacios donde la quietud es la mayor de las virtudes.

Así que, la próxima vez que visiten el Monasterio de la Encarnación, piensen en esta improbable pareja: el guerrero fogoso e impetuoso y la dama mística y etérea, unidos por un destino divino... y, probablemente, por un secretario real con mucha paciencia. ¡Una comedia de enredos digna del Siglo de Oro!